Pico della Mirandola
Discurso sobre la dignidad del hombre
He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres  venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el  espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada  veía más espléndido que el hombre. Con esta afirmación coincide aquella famosa  de Hermes: "Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre".  
Sin embargo, al meditar sobre el significado de estas  afirmaciones, no me parecieron del todo persuasivas las múltiples razones que  son aducidas a propósito de la grandeza humana: que el hombre, familiar de las  criaturas superiores y soberano de las inferiores, es el vínculo entre ellas;  que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la razón y por la  luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, intermediario entre el  tiempo y la eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también connubio de  todos los seres del mundo y, según testimonio de David, poco inferior a los  ángeles. Cosas grandes, sin duda, pero no tanto como para que el hombre  reivindique el privilegio de una admiración ilimitada. Porque, en efecto, ¿no  deberemos admirar más a los propios ángeles y a los beatísimos coros del cielo? 
Pero, finalmente, me parece haber comprendido por qué  es el hombre el más afortunado de todos los seres animados y digno, por lo  tanto, de toda admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte que le ha  tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las bestias, sino para los  astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa increíble y estupenda! ¿Y por qué  no, desde el momento que precisamente en razón de ella el hombre es llamado y  considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso? 
Pero escuchen, oh padres, cuál sea tal condición de  grandeza y presten, en su cortesía, oído benigno a este discurso mío.  
Ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido con  leyes de arcana sabiduría esta mansión mundana que vemos, augustísimo templo de  la divinidad. 
Había embellecido la región supraceleste con  inteligencia, avivado los etéreos globos con almas eternas, poblado con una  turba de animales de toda especie las partes viles y fermentantes del mundo  inferior. Pero, consumada la obra, deseaba el artífice que hubiese alguien que  comprendiera la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la  vastedad inmensa. Por ello, cumplido ya todo (como Moisés y Timeo lo  testimonian) pensó por último en producir al hombre. 
Entre los arquetipos, sin embargo, no quedaba ninguno  sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder  en herencia al nuevo hijo, ni sitio alguno en todo el mundo donde residiese este  contemplador del universo. Todo estaba distribuido y lleno en los sumos, en los  medios y en los ínfimos grados. Pero no hubiera sido digno de la potestad  paterna el decaer ni aun casi exhausta, en su última creación, ni de su  sabiduría el permanecer indecisa en una obra necesaria por falta de proyecto, ni  de su benéfico amor que aquél que estaba destinado a elogiar la munificencia  divina en los otros estuviese constreñido a lamentarla en sí mismo. 
Estableció por lo tanto el óptimo artífice que aquél a  quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido  dado separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al hombre que así fue  construido, obra de naturaleza indefinida y, habiéndolo puesto en el centro del  mundo, le habló de esta manera: 
-Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un  aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar,  el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu  intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está  constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en cambio, no  constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo  poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más  cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno,  ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de  ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar  en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo,  en las realidades superiores que Son divinas. 
¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y admirable  suerte del hombre al cual le ha sido concedido el obtener lo que desee, ser lo  que quiera! 
Las bestias en el momento mismo en que nacen, sacan  consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que tendrán después. Los  espíritus superiores, desde un principio o poco después, fueron lo que serán  eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el padre le confirió gérmenes de  toda especie y gérmenes de toda vida. Y según como cada hombre los haya  cultivado, madurarán en él y le darán sus frutos. Y si fueran vegetales, será  planta; si sensibles, será bestia; si racionales, se elevará a animal celeste;  si intelectuales, será ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la suerte de  ninguna criatura, se repliega en el centro de su unidad, transformando en un  espíritu a solas con Dios en la solitaria oscuridad del Padre, él, que fue  colocado sobre todas las cosas, las sobrepujará a todas. 
¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? O, más  bien, ¿quién admirará más cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio el  Ateniense, en razón del aspecto cambiante y en razón de una naturaleza que se  transforma hasta a sí misma, cuando dice que en los misterios el hombre era  simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis celebradas por los hebreos y  por los pitagóricos. También la más secreta teología hebraica, en efecto,  transforma a Henoch ya en aquel ángel de la divinidad, llamado "malakhha-shekhinah",  ya, según otros en otros espíritus divinos. Y los pitagóricos transforman a los  malvados en bestias y, de dar fe a Empédocles, hasta en plantas. A imitación de  lo cual solía repetir Mahoma y con razón: "Quien se aleja de la ley divina acaba  por volverse una bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace la planta,  sino su naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo que hace la bestia de  labor, sino el alma bruta y sensual; ni la forma circular del cielo, sino la  recta razón, ni la separación del cuerpo hace el ángel, sino la inteligencia  espiritual. 
Por ello, si ves a alguno entregado al vientre  arrastrarse por el suelo como una serpiente no es hombre ése que ves, sino  planta. Si hay alguien esclavo de los sentidos, cegado como por Calipso por  vanos espejismos de la fantasía y cebado por sensuales halagos, no es un hombre  lo que ves, sino una bestia. Si hay un filósofo que con recta razón discierne  todas las cosas, venéralo: es animal celeste, no terreno. Si hay un puro con  templador ignorante del cuerpo, adentrado por completo en las honduras de la  mente, éste no es un animal terreno ni tampoco celeste: es un espíritu más  augusto, revestido de carne humana. 
¿Quién, pues, no admirará al hombre? A ese hombre que  no erradamente en los sagrados textos mosaicos y cristianos es designado ya con  el nombre de todo ser de carne, ya con el de toda criatura, precisamente porque  se forja, modela y transforma a sí mismo según el aspecto de todo ser y su  ingenio según la naturaleza de toda criatura. 
Por esta razón el persa Euanthes, allí donde expone la  teología caldea, escribe: "El hombre no tiene una propia imagen nativa, sino  muchas extrañas y adventicias". De aquí el dicho caldeo: "Enosh hushinnujim  vekammah tebhaoth baal haj", esto es, el hombre es animal de naturaleza varia,  multiforme y cambiante. 
Pero ¿a qué destacar todo esto? Para que comprendamos,  desde el momento que hemos nacido en la condición de ser lo que queramos, que  nuestro deber es cuidar de todo esto: que no se diga de nosotros que, siendo en  grado tan alto, no nos hemos dado cuenta de habernos vuelto semejantes a los  brutos y a las estúpidas bestias de labor. 
Mejor que se repita acerca de nosotros el dicho del  profeta Asaf: “Ustedes son dioses, hijos todos del Altísimo”. De modo que,  abusando de la indulgentísima liberalidad del Padre, no volvamos nociva en vez  de salubre esa libre elección que Él nos ha concedido. Invada nuestro ánimo una  sacra ambición de no saciarnos con las cosas mediocres, sino de anhelar las más  altas, de esforzamos por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado que, con  quererlo, podremos. 
Desdeñemos las cosas terrenas, despreciemos las  astrales y, abandonando todo lo mundano, volemos a la sede ultra mundana, cerca  del pináculo de Dios. Allí, como enseñan los sacros misterios, los Serafines,  los Querubines y los Tronos ocupan los primeros puestos. También de éstos  emulemos la dignidad y la gloria, incapaces ahora desistir e intolerantes de los  segundos puestos. Con quererlo, no seremos inferiores a ellos. Pero ¿de qué  modo? ¿Cómo procederemos? Observemos cómo obran y cómo viven su vida.  
Si nosotros también la vivimos (y podemos hacerlo),  habremos igualado ya su suerte. Arde el Serafín con el fuego del amor; fulge el  Querubín con el esplendor de la inteligencia; está el trono en la solidez del  discernimiento. Por lo tanto, si, aunque entregados a la vida activa, asumimos  el cuidado de las cosas inferiores con recto discernimiento, nos afirmaremos con  la solidez estable de los Tronos. Si, libres de la acción, nos absorbemos en el  ocio de la contemplación, meditando en la obra al Hacedor y en el Hacedor la  obra, resplandeceremos rodeados de querubínica luz. Si ardemos sólo por el amor  del Hacedor de ese fuego que todo lo consume, de inmediato nos inflamaremos en  aspecto seráfico. 
Sobre el Trono, vale decir, sobre el justo juez, está  Dios, juez de los siglos. Por encima del Querubín, esto es, por encima del  contemplante, vuela Dios que, como incubándolo, lo calienta. El espíritu del  Señor, en efecto, "se mueve sobre las aguas". Esas aguas, digo, que están sobre  los cielos y que, como está escrito en Job, alaban a Dios con himnos antelucanos.  El seráfico, esto es, amante, está en Dios y Dios está en él: Dios y él son uno  solo. 
Grande es la potestad de los Tronos y la alcanzaremos  con el juicio; suma es la sublimidad de los Serafines y la alcanzaremos con el  amor. 
Pero ¿cómo se puede juzgar o amar lo que no se conoce?  Moisés amó al Dios que vio y promulgó al pueblo, como juez, lo que primero había  visto en el monte. He aquí por qué está el Querubín en el medio, con "su luz que  nos prepara para la llama seráfica" y, a la vez, nos ilumina el juicio de los  Tronos. 
Este es el nudo de las primeras mentes, el orden  paládico que preside la filosofía contemplativa: esto es lo que primero debemos  emular, buscar y comprender para que así podamos ser arrebatados a los fastigios  del amor y luego descender prudentes y preparados a los deberes de la acción.  Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la vida querubínica, el precio de  tal operar es éste: tener claramente ante los ojos en qué consiste tal vida,  cuáles son sus acciones, cuáles sus obras. Siéndonos esto inalcanzable, somos  carne y nos apetecen las cosas terrenas, apoyémonos en los antiguos Padres, los  cuales pueden ofrecemos un seguro y copioso testimonio de tales cosas, para  ellos familiares y allegadas. 
Preguntemos al apóstol Pablo, vaso de elección, qué fue  lo que hicieron los ejércitos de los querubines cuando él fue arrebatado al  tercer cielo. Nos responderá como interpreta Dionisio: que se purificaban, eran  iluminados y se volvían finalmente perfectos. 
También nosotros, pues, emulando en la tierra de la  vida querubínica, refrenando con la ciencia moral el ímpetu de las pasiones,  disipando la oscuridad mental con la dialéctica, purifiquemos el alma,  limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para que los afectos no  se desencadenen ni la razón delire. 
En el alma entonces, así compuesta y purificada,  difundamos la luz de la filosofía natural, llevándola finalmente a la perfección  con el conocimiento de las cosas divinas. 
Y para no restringimos a nuestros Padres, consultemos  al patriarca Jacob, cuya imagen refulge esculpida en la sede de la gloria. El  patriarca sapientísimo nos enseñará que mientras dormía en el mundo terreno,  velaba en el reino de los cielos. Nos enseñará mediante un símbolo (todo se  presentaba así a los patriarcas) que hay escalas que del fondo de la tierra  llegan al sumo cielo, distinguidas en una serie de muchos escalones: en la  cúspide: se sienta el Señor, mientras los ángeles contempladores  alternativamente suben y bajan. Y si nuestro deber es hacer lo mismo imitando la  vida de los ángeles, ¿quién osará, pregunto, tocar las escalas del Señor o con  los pies impuros o con las manos poco limpias? Al impuro, según los misterios,  le está vedado tocar lo que es puro. 
Pero, ¿qué son estos pies y estas manos? Sin duda el  pie del alma es esa parte vilísima con que se apoya en la materia como en el  suelo: y yo la entiendo como el instinto que alimenta y ceba, pábulo de líbido y  maestro de sensual blandura. ¿Y por qué llamaremos manos del alma a lo más  irascible que, soldado de los apetitos por ellos combate y rapaz, bajo el polvo  y el sol, pilla lo que el alma habrá de gozar adormilándose en la sombra? Para  no ser expulsados de la escala como profanos e inmundos, estos pies y estas  manos, esto es, toda la parte sensible en que tienen sede los halagos corporales  que, como suele decirse, aferran el alma por el cuello, lavemos con la filosofía  moral, como en agua corriente. 
Pero tampoco bastará esto para volverse compañero de  los ángeles que deambulan por la escala de Jacob si primero no hemos sido bien  instruidos y habilitados para movernos con orden, de escalón en escalón, sin  salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su tránsito. Cuando hayamos  conseguido esto con el arte discursivo y raciocinante y ya animados por el  espíritu querúbico, filosofando según los escalones de la escala, esto es, de la  naturaleza, y escrutando todo desde el centro y enderezando todo al centro, ora  descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple, como  Osiris, ora nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo uno  como los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre, que  está en la cúspide de la escala, nos consumaremos en la felicidad teológica. 
Y preguntemos al justo Job, que antes de ser traído a  la vida hizo un pacto con el Dios de la vida, qué es lo que el sumo Dios  prefiere sobre todo en esos millones de ángeles que están junto a él. "La Paz",  responderá seguramente, según lo que se lee en su propio libro: "[Dios es] Aquél  que hace la paz en lo alto de los cielos". Y puesto que el orden medio  interpreta los preceptos del orden superior para los inferiores, las palabras  del teólogo Job nos sean interpretadas por el filosofo Empédocles. Éste, como lo  testimonian sus carmenes, simboliza con el odio y con el amor, esto es, con la  guerra y con la paz, las dos naturalezas de nuestra alma por las cuales somos  levantados al cielo o precipitados a los infiernos. Y él, arrebatado en esa  lucha y discordia, a semejanza de un loco, se duele de ser arrastrado al abismo,  lejos de los dioses. 
Sin duda, oh Padres, múltiple es la discordia en  nosotros; tenemos graves luchas internas peores que las guerras civiles. Si  queremos huir de ellas, si queremos obtener esa paz que nos lleva a lo alto  entre los elegidos del Señor, sólo la filosofía moral podrá tranquilizarlas y  componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre establece tregua con sus enemigos y  frena los descompuestos tumultos de la bestia multiforme y el ímpetu, el furor y  el asalto del león. Entonces, si más solícitos de nuestro bien, deseamos la  seguridad de una paz perpetua, ésta vendrá y colmará abundantemente nuestros  votos: muertas la una y la otra bestia, como víctimas inmoladas, quedará  sancionado entre la carne y el espíritu un pacto inviolable de paz santísima. La  dialéctica calmará los desórdenes de la razón tumultuosamente mortificada entre  las pugnas de las palabras y los silogismos capciosos. La filosofía natural  tranquilizará los conflictos de la opinión y las disensiones que trabajan,  dividen y laceran de diversos modos el alma inquieta. Pero los tranquilizará de  modo de hacernos recordar que la naturaleza, como ha dicho Heráclito, es  engendrada por la guerra y por eso llamada por Homero “contienda”. 
Por eso no puede damos verdadera quietud y paz estable,  don y privilegio, en cambio, de su señora, la santísima teología. Ésta nos  mostrará la vía hacia la paz y nos servirá de guía, y la paz viendo de lejos que  nos aproximamos, "Vengan a mí", gritará, "ustedes que están cansados, vengan y  los restauraré, vengan a mí y les daré la paz que el mundo y la naturaleza no  puede darles". 
Tan suavemente llamados, tan benignamente invitados,  con alados pies como terrenos Mercurios, volando hacia el abrazo de la beatísima  madre, la ansiada paz gozaremos; paz santísima, indisoluble unión, amistad  unánime por la cual todos los seres animados no sólo coinciden en esa Mente  única que está por encima de toda mente, sino que de un modo inefable se funden  en uno sólo. Esta es la amistad que los pitagóricos llaman el fin de toda la  filosofía, ésta la paz que Dios actúa en sus cielos y que los ángeles que  descendieron a la tierra anunciaron a los hombres de buena voluntad para que  también los hombres, ascendiendo al cielo, por ella se volviesen ángeles.  
Esta paz auguremos a los amigos, auguremos a nuestro  siglo, auspiciemos en toda casa en que entremos, invoquémosla para nuestra alma  para que vuelva así morada de Dios, para que, expulsada la impureza con moral y  con la dialéctica se adorne con toda la filosofía como con áulico ornamento,  corone el frontón de las puertas con la diadema de la teología, de modo que así  descienda sobre ella el Rey de la gloria y, viniendo con el Padre, ponga mansión  con ella. Y si el alma se ha hecho digna de tal huésped, ya que la bondad de Él  es inmensa, revestida de oro como de veste nupcial y de la múltiple variedad de  las ciencias, acogerá el magnífico huésped no ya como huésped, sino como esposo,  con tal de no ser de Él separada, deseará apartarse de su gente y, olvidada de  la Casa de su padre y hasta de sí misma, ansiará morir para vivir en el esposo a  cuya vista es preciosa la muerte de los santos. Muerte he dicho, si muerte puede  llamarse esa plenitud de vida cuya meditación de los sabios dijeron que era el  estudio de la filosofía. 
Y también invocamos a Moisés, en poco inferior a esa  rebosante plenitud de sacrosanta e inefable inteligencia con cuyo néctar los  ángeles se embriagan. Oiremos al juez venerando dictarnos así leyes, a nosotros  que habitamos en la desierta soledad del cuerpo: “Aquéllos que, aún impuros,  necesiten de la moral, habiten con el vulgo fuera del tabernáculo, bajo el cielo  descubierto como los sacerdotes tesalios, hasta que estén purificados. Aquéllos,  en cambio, que ya compusieron sus costumbres, acogidos en el santuario, no  toquen todavía las cosas sagradas, sino, a través de un noviciado dialéctico,  como celosos levitas presten servicio en los sagrados oficios de la filosofía.  Admitidos al fin también ellos, contemplen, en el sacerdocio de la filosofía, ya  el multicolor, es decir, sidéreo ornamento del palacio de Dios, ya el celeste  candelabro de siete llamas, ya los elementos de piel, para que, acogidos  finalmente en las profundidades del templo por méritos de la sublimidad  teológica, apartado todo velo de imágenes, de la gloria de la divinidad. Esto  ciertamente nos ordena Moisés y, ordenando así, nos aconseja, nos incita y nos  exhorta a preparamos por medio de la filosofía, mientras podamos, el camino de  la futura gloria celeste. 
Pero no sólo los misterios mosaicos y los misterios  cristianos, sino asimismo la teología de los antiguos nos muestra el valor y la  dignidad de estas artes liberales de las cuales he venido a discutir. ¿Qué otra  cosa quieren significar, en efecto, en los misterios de los griegos los grados  habituales de los iniciados, admitidos a través de una purificación obtenida con  la moral y la dialéctica, artes qué nosotros consideramos ya artes  purificatorias? ¿Y esa iniciación, qué otra cosa puede ser sino la  interpretación de la más oculta naturaleza mediante la filosofía? 
Y finalmente, cuando estaban así preparados, sobrevenía  la famosa Epopteia, vale decir, la inspección de las cosas divinas mediante la  teología. ¿Quién no desearía ser iniciado en tales misterios? ¿Quién, desechando  toda cosa terrena y despreciando los bienes de la fortuna, olvidado del cuerpo,  no deseará, todavía peregrino en la tierra, llegar a comensal de los dioses y,  rociado del néctar de la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la  inmortalidad? ¿Quién no deseará estar así inspirado por aquella divina locura  socrática, exaltada por Platón en el Fedro, ser arrebatado con rápido vuelo a la  Jerusalén celeste, huyendo con el batir de las alas y de los pies de este mundo,  reino maligno?
¡Oh sí, que nos arrebaten, oh padres, que nos arrebaten  los socráticos furores sacándonos fuera de la mente hasta el punto de ponernos a  nosotros y a nuestra mente en Dios! 
Y ciertamente que por ellos seremos arrebatados si  antes hemos cumplido todo cuanto está en nosotros; si con la moral, en efecto,  han sido refrenados hasta sus justos límites los ímpetus de las pasiones, de  modo que éstas se armonicen recíprocamente con estable acuerdo: si la razón  procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos embriagaremos, como excitados  por las Musas, con la armonía celeste. Entonces Baco, señor de las Musas,  manifestándose a nosotros, vueltos filósofos, en sus misterios, esto es, en los  signos visibles de la naturaleza, los invisibles secretos de Dios, nos  embriagará con la abundancia de la mansión divina en la cual, si somos del todo  fieles como Moisés, la sobreviniente santísima teología nos animará con dúplice  furor. 
Sublimados, en efecto, en su excelsa atalaya,  refiriendo a la medida de lo eterno las cosas que son, que fueron y que serán, y  observando en ellas la original belleza, cual febeos vates, sus amadores alados,  hasta que, puestos fuera de nosotros en un indecible amor, poseídos por un estro  y llenos de Dios como Serafines ardientes, ya no seremos más nosotros mismos,  sino Aquél que nos hizo. 
Los sacros nombres de Apolo, si alguien escruta a fondo  sus significados y los misterios encubiertos, demuestran suficientemente que  este dios era filosofo no menos que poeta. Pero habiendo ya copiosamente  ilustrado esto Ammonio, no hay razón para que yo lo trate de otra manera.  Recordemos, no obstante, oh padres, los tres preceptos délficos indispensables a  aquéllos que están por entrar en el sacrosanto y augustísimo templo, no del  falso sino del verdadero Apolo que ilumina toda alma que viene a este mundo:  verán que no reclaman otra cosa que no sea abrazar con todas nuestras fuerzas  aquella triple filosofía sobre la que ahora discutimos. 
En efecto, aquel medén agan, esto es, "nada con  exceso", prescribe rectamente la norma y la regla de toda virtud según el  criterio del justo medio, del cual trata la moral. Y el famoso gnothi seautón,  esto es, "conócete a ti mismo", incita y exhorta al conocimiento de toda la  naturaleza, de la cual el hombre es intersticio y como connubio. Quien, en  efecto, se conoce a sí mismo, todo en sí mismo conoce, como ha escrito primero  Zoroastro y después Platón en Alcibíades. Finalmente, iluminados en tal  conocimiento por la filosofía natural, próximos ahora a Dios y pronunciando el  saludo teológico Él, esto es, Tú eres, llamaremos al verdadero  Apolo familiar y alegremente. 
Interrogaremos también al sapientísimo Pitágoras, sabio  sobre todo por no haberse nunca considerado digno de tal nombre. Nos prescribirá  en primer lugar, "No sentamos sobre el celemín", esto es, no dejar inactiva  aquella parte racional con la cual el alma mide todo, juzga y examina, sino  dirigirla y mantenerla pronta con el ejercicio y la regla de la dialéctica. Nos  indicará luego dos cosas que hay que primero evitar: "Orinar frente al Sol" y  "Cortarnos las uñas durante el sacrificio". Sólo cuando con la moral hayamos  expulsado de nosotros los apetitos superfluos de la voluntad y hayamos  despuntado las garras ganchudas de la ira y los aguijones del ánimo, sólo  entonces empezaremos a intervenir en los sagrados misterios de Baco, de los  cuales hemos hablado, y a dedicarnos a la contemplación de la cual el Sol es  merecidamente reputado padre y señor. Nos aconsejará, en fin, "alimentar el  gallo", de saciar con el alimento y la celeste ambrosía de las cosas divinas la  parte divina de nuestra alma. Es éste el gallo cuyo aspecto teme y respeta el  león, esto es toda potestad terrena. Es éste el gallo al cual según Job fue dada  la inteligencia. Al canto de este gallo se orienta el hombre extraviado. Este es  el gallo que canta cada día al alba, cuando los astros matutinos alaban al  Señor. Este es el gallo que Sócrates moribundo, en el momento en que esperaba  reunir lo divino de su alma con la divinidad del Todo y ya lejos del peligro de  enfermedad corpórea, dijo ser deudor a Esculapio, o sea, el médico de las almas. 
Examinemos también los documentos de los caldeos y, si  les damos fe, encontraremos que en virtud de las mismas artes se abre a los  mortales la vía de la felicidad. Escriben los intérpretes caldeos que fue  sentencia de Zoroastro que el alma era alada y que, al caérseles las alas, se  precipita al cuerpo y vuelve a volar al cielo cuando de nuevo le crecen.  Habiéndole preguntado los discípulos de qué modo podrían volver al alma apta  para el vuelo, con las alas bien emplumadas, respondió: "Rociar las alas con las  aguas de la vida". Y habiéndole preguntado a su vez dónde podrían alcanzar estas  aguas, les respondió, según su costumbre, con una parábola: "El paraíso de Dios  está bañado e irrigado por cuatro ríos: alcancen allí las aguas salvadoras". El  nombre del río que corre en el Septentrión se dice Pischon, que significa  justicia; el del ocaso tiene por nombre Dichon, vale decir, expiación; el de  oriente se llama Chiddekel, y quiere decir luz, y el que corre, en fin, a  mediodía, se llama Perath, y se puede interpretar fe. Fíjense, oh padres, y  consideren con atención el significado de estos dogmas de Zoroastro. No  significan, ciertamente, sino que purifiquemos la legañosidad de los ojos con la  ciencia moral, como con ondas occidentales; que con la dialéctica, como un nivel  boreal, fijemos atentamente la mirada; que luego debemos habituamos a soportar  en la contemplación de la naturaleza de la luz todavía débil de la verdad, como  primer indicio del sol naciente; hasta que, por último, mediante la piedad  teológica y el santísimo culto de Dios, podamos resistir vigorosamente, como  águilas del cielo, el fulgurante esplendor del sol a mediodía. 
Estos son, acaso, los conocimientos matutinos,  meridianos y vespertinos cantados primero por David y después explicados más  ampliamente por Agustín. Esta es la luz esplendente que inflama directa a los  Serafines y que al par ilumina a los Querubines. Esta es la razón a que siempre  tendía el padre Abraham. Este es el lugar donde, según la enseñanza de los  cabalistas y los moros, no hay sitio para los espíritus inmundos.
FIN
Blas Pascal
El ser humano: “caña pensante”
“El hombre no es más que una caña, la más frágil de la naturaleza; pero es una “caña..pensante”
“No hace falta que el Universo entero se arme para aplastarlo, un  vapor, una gota de agua, bastan para matarle. Pero aun cuando el  Universo le aplastara, el hombre todavía será más noble que lo que le  mata, porque sabe que muere y conoce lo que el Universo tiene de ventaja  sobre él, y el Universo no sabe nada de esto”.
El problema de la inmortalidad y el argumento de la “apuesta”.
Pascal insiste en que no existe problema tan merecedor de  meditación y esclarecimiento como el de la muerte y la suerte  ultratumba:
“La inmortalidad del alma es una cosa que nos importa TANTO, que nos  toca tan profundamente nuestras acciones y nuestros pensamientos habrán  de emprender caminos tan diferentes, según haya bienes eternos que  esperar o no. Así nuestro primer interés y nuestro primer deber consiste  en ponernos de acuerdo sobre este punto, del que depende toda nuestra conducta.”





 


 



